viernes, 27 de mayo de 2011

UN CUENTO..... EL CUADERNO

Cuando cumplí 35 anos viajé a las montanas del sur, fui a un pueblito de cuento entre Alemania y Austria famoso por estar a los pies del pico más elevado del país, por sus conventos antiguos y silenciosos, por sus bosques encantadores, perfectos para caminar, por sus pistas de nieve por las que los despreocupados turístas se deslizan a velocidades impensables, y por sus sótanos oscuros y fríos en los que reposa la cerveza. Ni bien bajé del tren empecé a sentirme a gusto en medio del aire florido de aquel recodo de la vieja europa en el que la modernidad era apenas una sombra casi imperceptible.


K. que ya llevaba trabajando en la clínica local algunos meses había alquilado una cabaña en un paraje bastante alejado de la población, a medio camino hacia una cresta rocosa, en la zona menos visitada de aquellas inmensidades nevadas. Apenas cumplimos con los menesteres indispensables de la logistica nos pusimos en camino hacia el pedazo de paraíso que habiamos arrendado por tres días. El ascenso fue fascinante, los colores del entorno me produjeron cierta embriagues, variaban repentinamente del sobrio tono pastel al brillo glamoroso, se transfiguraban en formas caprichosas, los aromas de la vegetación actuaban sobre mí como balsámos, el aire frío energizante, en fin...podría pasarme un buen rato describiendo sensaciones profundas y maravillosas que me envolvieron durante aquellas cuatro horas de camino, pero quiero llegar al punto en el que empieza la singularidad de aquel cumpleaños.


En una de las curvas del camino divisamos un desvio que por alguna razón hallamos interesante y como casi siempre que la curiosidad se enciende decidimos echarle un vistazo. ¿Qué era lo interesante? Ahora no sabría explicarlo con precisión, posiblemente el pequeño lago de aguas turquesa que dormía a la vera del sendero o quizá el colorido impresionista de las abundantes florecillas silvestres de aquel tramo.


Después de remojar los pies un rato en el acogedor laguito, viendo que nos faltaba poco trecho hasta la cabaña y nos sobraba día, decidimos dejar las mochilas ocultas entre los arbustos y hacer una pequeña caminata por el lugar. Al cabo de un tiempo indefinido fuimos a dar a una inesperada casa de labranza rodeada de parterres y macizos florales. Un edificio simple y sólido en medio de un establo amplio y un granero umbrio, levantados y techados todos a la usanza bávara con aquellos gruesos listones de madera que sostienen a la vez que decoran las paredes. Desprevenidos nos asomamos a la casa principal sin reflexionar que el reloj marcaba la hora del almuerzo y que en aquella comarca de gentes reservadas aparecer a esas horas es una falta de tacto inadmisible. Por una de las ventanas alcancé a ver fugazmente lo que ví sin ser visto y también a comprender la poco diplomática situación de nuestra presencia. A la mesa de madera sin desbastar estaba sentada una familia. El hombre de gruesos bigotes de puntas enroscadas cortaba lonchas de pan negro con un cuchillo de caza, sus cabellos blancos y largos peinados hacia atrás le daban el aspecto de estar extremadamente concentrado, vestía una camisa blanca de corte medieval cruzada por tirantes de cuero que le sujetaban el pantalón también de piel. Su mujer trajeada como las montañesas, enfundada en un corsé negro de enrevesados motivos silvestres, con el cabello sujeto en un moño que remataba un pájaro de metal servía sopa usando un cucharón de madera, sin levantar los ojos de la sopera plateada. Los niños rubios, casi transparentes, me hicieron pensar en Hansel y Gretell, comían con la mirada clavada en el plato. Una rara penumbra impregnaba aquella estampa del siglo XIX que nos había sido regalada. Empleo el adjetivo raro porque afuera el sol ardía alegremente en una claridad cegadora, pero al observar dentro de la estancia la impresión desconsolada de que había empezado a llover y que lo que miraba lo miraba como a través de cristales empañados por la lluvia era de una certeza sobrecogedora.


Sin hacer ruido nos alejamos de allí poseídos por la sensación de haber irrumpido en un espacio en el que de ninguna manera eramos bienvenidos, lo que nos dejó una espina de pena clavada en el corazón. Aquella lamentable sensación se fue desintegrando mientras más nos alejabamos de la casa. Al volver casi sin cruzar palabras recogimos nuestros pertrechos y retomamos el sendero, volviendo a sentirnos, por decirlo de algún modo, queridos y aceptados por la naturaleza que nos rodeaba.


La cabaña resultó acogedora, perfecta para las noches frías, pues tenía una chimenea como en las acuarelas románticas, la madera para alimentarla estaba cortada y apilada en el porche, en donde también había dos poltronas. La vista desde el lugar era inmejorable, majestuosa. Antes de dedicarnos al disfrute ocioso de la naturaleza de los valles alpinos nos pusimos a la tarea de preparar la primera comida caliente del día.





 Después de cenar y servir varias copas de tinto sureño, pensamos asistir a la desaparición del sol entre las cumbres desde la comodidad de las poltronas. Fuí a la búsqueda de una chaqueta que había dejado en uno de los cajones del ropero, con la idea fija de que al volver debíamos recapitular la rara escena de la familia. Fue allí que me dí cuenta, que justo debajo de la chaqueta había un pequeño cuaderno de espiral, de los que usan los estudiantes, pero con las tapas duras y con un horrible fauno sonriente grabado en ambas. Su presencia me erizó el alma como una gota helada resbalándome por la espalda por la sencilla razón de que no había nada allí cuando deposité mis cosas. Le pregunté a K. si ella sabía algo de aquel inesperado cuaderno. Su respuesta fue: No, posiblemente es tuyo, estaba envuelto en la chaqueta y no te fijaste al desempacar. No insistí en el asunto, azaeteado por la duda de que fuese mio, así que me sumí en la lectura del hallazgo mientras bebiamos la segunda botella.


Lo que recuerdo haber leido es ahora bastante incierto a tal punto de que ya no estoy más seguro de si lo leí, lo soñé o me lo imaginé en medio de aquel torrente de vino en el que apagamos los rescoldos de la tristeza que la visión del almuerzo nos había dejado. K. afirma que yo estaba leyendo algo, pero que no me prestó mayor atención obsesionada como estaba con la impresión tétrica de los montañeses y atrapada por la fascinanción imponente del ocaso. Ella creyó que se trataba de uno de mis tantos libros de notas. Aunque no podría afirmarlo, me dijo, que fuese un cuaderno de espiral.


A la manana siguiente recobré la conciencia tibiamente envuelto por las gruesas mantas de viaje y mi primer pensamiento voló hacia el cuaderno. Tanteé a mí alrededor como un ciego en las sombras y no lo hallé. Poniéndome de pie con un salto me puse a revolver las cosas. Después de desayunar volví a buscarlo sin mejores resultados, persistí tanto en encontrarlo que K. se decidió a ayudarme. Lo buscamos por todos lados, en todos inutilmente, fuimos hasta los lindes del bosque guiados por la idea de que quizá lo hubiese arrojado, aunque ella no tenía memoria de que lo haya hecho o que me haya alejado siquiera del porche.


Podría ser que lo que K. supuso inicialmente sea lo correcto, yo lo escibí hace años, lo olvidé en la chaqueta que no uso a menudo y repentinamente lo recobré sin más recuerdo de él. Eso sería lo más lógico, pero cómo explicarnos su desaparición. Sería posible creer que lo lancé a las llamas o entre los arbustos, al fin, lo dí por perdido.





Traté infructuosamente de reconstruir el texto durante el día, a pesar de saber que mi empeño estaba arruinando una esplendida mañana para caminar. Sorpresivamente la racha de recuerdos como flashazos de fotografía que me devolvieron retazos de lo leído desde la orilla del olvido, llegó antes que el desaliento. Y como si una misteriosa y conciente fuerza dispusiera del azar, al levantar unas mantas hallé tres hojas sueltas que vinieron a dar forma definitiva a mis recuerdos. Apartir de esos fragmentos deslucidos recompuse casi todo el texto de un tirón a la hora en que la noche empezaba ha precipitarse desde los abismos celestes. Casi lo he logrado y ya empiezo a comprender, pensé...


09.12.2000


He despertado varias veces durante la noche como si un pulso biológico me advirtiese de algo nefasto tal como les sucede a los animales acosados. Por qué tiene que ser así y no de otro modo, me pregunto incansablemente, y cada vez me oigo decir lo mismo: No lo sé. El azar es inevitable cuando nos acoge bajo su ala negra.


¿Porqué se han vuelto lentas las horas? Porqué estas y no otras horas ignoradas?... Todas mis preguntas parecen, son, realmente absurdas... la realidad es en este instante imposible, única, hecha de pedazos rotos de melancolía, por que sé mi destino final. En el mejor de los casos iré a parar en la red de la muerte lenta de cada día envuelto en la mortaja de la locura. Eso me es preferido a la súbita y cercana desaparición. Me sorprende pensar de esta forma.


Los envios que he recibido, la mayoría por correo, están en el ropero de la cabaña, están allí como esperando algo. Hay uno especial que estuve buscando pero no ha llegado aún. Aunque sea trivial, considerando que ya podría estar pudriendome bajo tierra al cabo de una agonía indecible, ese paquete, que contiene un cuaderno, es la razón principal de haber venido hasta aquí, es la evidencia.


La curiosidad siempre me ha doblegado. Así me enteré hace una semana que vivo mis postrimerias. Fue la tarde cálida del festival de jazz en Lion. Al final del concierto inagural me perdí por las calles enredadas de la ciudad antigua. La primavera me había aturdido con sus vapores florales que nunca he soportado bien, y al paso de casí una hora entré y salí de la consulta de una gitana vieja y arrugada, en un vecindario que se caía a pedazos, donde me echaron en las cartas la evidencia de mi pronta extinción. Tengo miedo.


10.12.2000


Afuera la nieve cae sin pausa, cubre casi todo lo que aún no ha sido envuelto por la niebla que como una nata densa esconde las montañas y sus cumbres de hielo. Seguramente a esta hora nadie transita por las calles de la aldea y las campanas que las vacas llevan sujetas al pescuezo suenan leves en el calor de los establos. Lo único que se oye tras los cristales de nuestra cabaña es el rugido del viento y el crepitar del fuego. Resulta que hemos venido hasta este alejado paraje de los alpes por precaución mía, precaución que he mantenido en secreto, y porque a mi mujer, que no cree en presagios, le fascinan las montañas.






11.12.2000


He oido un aullido en las cercanías. Inmediatamente se lo he comuicado a D. argumentando que afuera había posiblemente un perro, un perro grande y hambriento. Ella abrió una de las ventanas espantandome por tan enorme descuido. D. Respondió que era para percibir mejor lo que yo creía haber escuchado, a continuación cerró los ojos quedandose como ausente, pero no ocurrió nada. Al cabo de unos minutos ví que sonreía. Entonces conjeturó, predeciblemente, que tal vez habría sido el viento.


Nos sentamos a la mesa del desayuno y empezamos a hablar, sin quererlo, sobre nuestro encuentro con aquella extrana familia de los bosques. Finalmente decidimos hacer una excursión en sentido contrario al camino que conduce a la horrible casa de esa familia de espectros, pero nuestra conversación sobre los planes del día quedó flotando en el aire cuando el aullido o más bien el rugido, penetró otra vez en el cuarto como un zarpazo. Esta vez los dos quedamos paralizados. Amenazados.


D. se precipitó a cerrar los póstigos y yo puse la enorme y rústica tranca en la puerta. Podría ser un lobo, dijo mientras intentaba llamar al guardabosque. El móvil permaneció en silencio, hasta ahora no da señales de vida.


12.12.2000


Nos hemos armado con los cuchillos más grandes que encontramos en la cocina. Este cumpleaños es un mal sueño del que quiero salir. Aislados en los alpes, cegados por una tormenta de nieve y acechados por una bestia peligrosa, no puedo creer que sea real. No quiero creer que me ocurra a mí.


El cuaderno que buscaba no creo que llegue, ya no importa. Ahora lo que importa es que el miedo nos ha poseido. El día se ha hecho de noche en un abrir y cerrar de ojos, una oscuridad violacea, sin estrellas como si en el horizonte se levantasen fuegos agónicos, se expande...quiza sea esa la señal de ficción que nos falta para despertar, sin embargo no despertamos. Las ráfagas de viento empezan de pronto a golpear las paredes cada vez con mayor volencia...

Esa noche desperté bañado en sudor creyendo haber oido o soñado que oía un gruñido animalesco. Al volverme K. dormía inocente de todo lo que aquí he relatado. Me puse en pie sigilosamente y coloqué la pesada tranca sobre la puerta. Eché un vistazo por la ventana y me pareció que afuera algo se movía en los arbustos, quizá solo el viento. La luna sembraba de formas pálidas la noche con sus rayos plateados, la atmósfera era fantasmal. Movido por el temor a ver algo que resquebrajasé mi razón baje los ojos y fue así que al pie de la balaustrada alcance a distinguir la silueta del cuaderno con el fauno sonriente. No abrí la puerta para recuperarlo, no me atreví. Al día siguiente cuando K. me obligó a salir ya no estaba más allí. Las hojas también habían desaparecido.

Reno Reys