viernes, 25 de marzo de 2011

DE HIPPIES, ALTERNATIVOS Y RAPEROS

A primera hora de la mañana del 8 de abril de 1994, llegó un electricista para instalar un nuevo sistema de seguridad en un chalet con una bellísima vista al lago Washington, al norte de la ciudad estadounidense de Seattle. Al entrar al invernadero se encontró con el dueño de la casa, Kurt Cobain, muerto sobre un enorme charco de sangre.
Cobain había tomado una sobredosis mortal de heroína, pero para no dejar cabos sueltos, se había volado la parte izquierda de la cabeza con una escopeta Remington de calibre 20.

 Cuando se difundió la noticia de la muerte de Cobain, no extrañó a casi nadie. Al fin y al cabo, se trataba del hombre que había sacado la canción «I hate myself and I want to die» («Me odio a mí mismo y quiero morirme»).

Como cantante del grupo Nirvana, probablemente el más importante de la década de 1990, todo lo relacionado con él tenía una inmediata repercusión mediática. Todo en torno a él era noticia: Sus anteriores intentos de suicidio se habían hecho públicos, los desplantes y mensajes cargados de rabia hacia sus "fans" durante sus conciertos y sus opiniones en los diarios con mensajes alertaban ya su fragil salud mental anunciando, tal vez sus planes de acabar con su vida. Esta vez, la nota que había junto a su cuerpo no dejaba lugar a dudas: «Es mejor quemarse que irse apagando lentamente».

Sin embargo, su muerte produjo un pequeño revuelo comercial basado en la teoría de la conspiración. Porque ¿Quién mató a Kurt Cobain? Por un lado, la respuesta es obvia. A Kurt Cobain lo mató Kurt Cobain. Pero el cantante de Nirvana también fue víctima de una idea falsa: la teoría de la contracultura. Aunque se consideraba un músico punk, un rockero dedicado a hacer música «alternativa», había logrado vender millones de discos.

En gran parte fue él (y su banda) quien(es)  propició(aron) que la música antes denominada «rock duro» se re-bautizara como «Grunge» y que las camisas de franela junto a las botas Dr. Marteen conviertan a sus seguidores en estereotipos de lo que se llamaría tambien:  «Chico alternativo». Una etiqueta que redondeaba fines mucho más comerciales que solo la música.

 En lugar de sentirse orgulloso, esta popularidad siempre le pareció algo de lo que debia avergonzarse. Tenía mala conciencia por haberse «vendido a las multinacionales».
Cuando el disco estrella de Nirvana, Nevermind, superó en ventas a Michael Jackson, el grupo se puso de acuerdo para intentar disminuir su número de fans. El siguiente álbum, In Utero, contenía música deliberadamente oscura e inaccesible. Pero no sirvió de nada. El disco llegó al número uno en las listas estadounidenses, sus videos tenían directores de avanzada y tenían nuevamente alta rotacion en la MTV.

Cobain fue incapaz de conciliar su dedicación a la música alternativa con el éxito popular de Nirvana. Finalmente, el suicidio debió de parecerle la única manera de salir del impasse. Prefirió abandonarnos (sin haberse «vendido al sistema») antes que perder lo que le quedaba de integridad. Cualquier cosa con tal de defender que «la música punk es la libertad». Por desgracia, Cobain no se planteó la posibilidad de que todo su mundo fuese mentira, es decir, que no exista la música alternativa, ni el circuito convencional, ni la relación entre música y libertad, ni el concepto de «venderse a las multinacionales». Lo único que existe son las personas que hacen música y las personas que oyen música. Y cuando la música que se hace es buena, la gente quiere escucharla.

Por tanto, ¿de dónde procede el concepto de «lo alternativo»? ¿De que hay que ser poco popular para ser auténtico?

Cobain era un autodidacta que decía haberse educado en la escuela «Música Punk 101». Una gran parte de la filosofía punk consistía en rechazar lo que habían defendido los hippies. Frente a grupos como Lovin’ Spoonful había que oír a Grievous Bodily Harm. Mucho mejores que los Rolling Stones eran Violent Femmes, Circle Jerks y Dead On Arrival. Las crestas mejor que el pelo largo. Las botas militares mejor que las sandalias. La acción mejor que la No - Violencia. Lo punk era lo No Hippie.

¿Cuál era la explicación de esta actitud hacia los hippies? No se trataba de que fuesen demasiado radicales, sino demasiado tibios.

Ellos sí se habían vendido. Eran, como decía Cobain, unos «hippiócritas». Para entenderlo, bastaba con ver la película Reencuentro, de Lawrence Kasdan. Estaba claro. Los hippies se habían hecho yuppies. «Yo sólo me pondría una camiseta batik», decía Kurt Cobain, «si estuviera teñida con sangre de Jerry García».

Al principio de la década de 1980, la música rock era una imitación pálida y aletargada de sí misma. Se había convertido en un espectáculo para los grandes estadios. La revista Rolling Stone empezaba a ser un complaciente instrumento comercial dedicado a vender música mala. Dada su dejadez, podemos imaginar la vergüenza de Cobain, ya en la década de 1990, cuando le ofrecieron salir en portada. Aceptó hacerlo, pero llevando una camiseta en la que ponía «Corporate magazines still suck» «Las revistas de música convencional apestan». Estaba convencido de que si iba de incógnito y evitaba «venderse».
«Podemos disfrazarnos del enemigo para infiltrarnos en la mecánica del sistema y fomentar su podredumbre desde dentro, sabotear el imperio fingiendo jugar su juego, comprometernos sólo lo suficiente para denunciar sus mentiras. Y así los idiotas peludos, sudorosos, machistas y sexistas pronto se ahogarán en un pozo de semen y cuchillas de afeitar, indefensos ante la rebeldía de sus hijos, la cruzada armada y desprogramada que avanza manchando los suelos de Wall Street de escombros revolucionarios».

Aquí vemos claramente que Cobain y el movimiento punk rechazaban casi todas las consignas procedentes de la contracultura hippie, pero hubo una que se tragaron con anzuelo y todo. La idea que aguantó contra viento y marea fue la de la contracultura en sí. En otras palabras, pretendían hacer exactamente lo mismo que hicieron los hippies, con la diferencia de que no iban a venderse al sistema. Iban a hacerlo bien.

Hay leyendas que no mueren nunca. Uno ve repetir el mismo ciclo sin parar, como el loop de un disco de hip-hop. La contracultura tiene el matiz romántico de la filosofía del gueto y la banda callejera. Los raperos de éxito tienen que mantener su credo callejero, tienen que seguir siendo «auténticos». Van armados, procuran acabar en la cárcel, hasta se meten en algún tiroteo, con tal de demostrar que no son «delincuentes prefabricados». Así que además de los muchos punks y hippies muertos, ahora tenemos un panteón cada vez mayor de raperos muertos. Se habla de la «matanza» de 2pac Shakur, como si hubiese sido una amenaza para el sistema. Eminem jura y perjura que su detención por posesión y ocultación de un arma fue «una movida política» para impedirle salir a la calle y 50 Cents nos grita que «Debes vivir para ser rico o morir en el intento».

La historia se repite una y otra vez. Esto no sería tan importante si sólo afectase al mundo de la música. Por desgracia, la idea de la contracultura está tan incrustada en nuestro concepto del mundo que influye poderosamente en nuestra vida social y política. Además, se ha convertido en el modelo conceptual de toda la política izquierdista contemporánea. De hecho, ha sustituido casi por completo al socialismo como base del pensamiento político progresista. Pero si aceptamos que la contracultura es un mito, entonces muchísimas personas viven engañadas por el espejismo que produce, cosa que puede provocar consecuencias políticas impredecibles.